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El camino incierto de la Felicidad

Me preguntas si soy feliz y te respondo rápidamente, quizás demasiado, que sí.
Pero el Hombre es amo de lo que calla y esclavo de lo que dice, por lo que al segundo siguiente me digo que la próxima vez no debo precipitarme al hablar, que he de pensar y razonar mejor mi respuesta.

Y en estas estoy, cuando se me ocurre que si hay algo que nos caracteriza a todos, es la búsqueda incesante de la felicidad. Una persecución que iniciamos en el momento de respirar por primera vez y cuando anhelamos el contacto suave y tibio de la piel de la mujer que nos acaba de alumbrar, a la que buscamos con ansiedad el pecho, pozo inacabable de vida, al que habremos de asomarnos varias veces cada día.
Una búsqueda que prosigue cuando siendo aún muy niños intentamos procurarnos todas esas cosas que nos hacen sentir bien: una sonrisa, una mirada, una caricia, una frase tierna.
Seguramente no conoceríamos otra cosa que la felicidad si no dejáramos de ser niños, porque es entonces cuando más nuestra es… Más nuestra de lo que lo será durante el resto de nuestra existencia.

Pero la vida, que mientras no se detiene nos hace transitar permanentemente por desiertos y oasis, se encargará de advertirnos que nada es duradero y al minuto de haberla conseguido nos mostrará la otra cara de la felicidad, esa faz terrible de la que huimos inagotablemente: la desgracia.

Así pues, ¿corremos para hallar la felicidad o para poner distancia entre la tragedia y nosotros?
¡Qué más da! Lo hagamos por una razón u otra, no dejaremos de buscar una mientras huimos de la otra.

Y mi memoria, que tiene la extraordinaria capacidad de traer a mi presente los recuerdos más lejanos, aun los más fugaces y difuminados por el paso de los años, me regala la proyección de una historia que conocí hace bastante y que estaba narrada por el insigne Antonio Gala: la de aquel califa cordobés conocido en los libros de Historia como Abderramán III, que estaba emparentado con el mismísimo Mahoma y que perteneció a la dinastía de los Omeyas, aquel linaje árabe que ejerció el poder en Al-Ándalus, con Córdoba como capital.

Estaba reunido dicho califa con su testador, haciendo balance de su vida y, entre otras cosas, empezó a narrarle sobre lo que nos preocupa, la felicidad, más o menos así —según recuerdo y me apunta internet—.

“Fui rey durante cincuenta años, de la ciudad más hermosa del mundo, y, por si algún esplendor le faltara, junto a ella construí otra ciudad aún más hermosa: la fulgurante joya de Medina Azahara.
Amé a la mujer más bella de la Tierra (la divina Azahara), y fui correspondido por ella.
A mi corte se acogieron los filósofos más profundos, los poetas más sutiles, los más inspirados músicos…”.

Y continuó la cascada de referencias a su vida, que el notario fielmente iba transcribiendo.
Hizo una pausa en su relato y añadió: “Y solo fui feliz catorce días”.
Hizo otra pausa y concluyó: “No seguidos”.

Y es entonces, al llegar a esta reflexión del califa, cuando pienso que en mis cincuenta años, en los cuales no he alcanzado ningún reinado como no fuera el de mi corazón, ni siquiera he contabilizado esos catorce días. Todavía.
¿Contesta eso mejor a tu pregunta?

De manera que sigo mi búsqueda incansable. Y tal vez algún día, al contrario que el histórico califa, yo pueda contar mis horas de felicidad, no por días sino por años… Seguidos.

Con mi agradecimiento

* * *

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